Opinión
En Panamá, la educación terciaria dejó de ser un lujo académico para convertirse en un pilar económico. La súbita desaceleración de la economía lo dejó en claro: de crecer 7.4% en 2023, el país apenas avanzó 2.9% en 2024, golpeado por el cierre de Cobre Panamá, mina que aportaba alrededor del 5% del PIB y cerca del 2% del empleo. El Fondo Monetario Internacional proyecta un rebote en 2025 hacia el 4.5%, pero ese repunte dependerá menos de la suerte de un sector extractivo y más de la capacidad de formar capital humano para la economía de servicios, la logística y la transición digital.
La cobertura universitaria ha crecido, aunque no lo suficiente. En 2022, la matrícula bruta en educación terciaria alcanzó el 58.2%. Es un avance frente a buena parte de la región, pero sigue por debajo de países que se acercan a la universalización. El dato, sin embargo, oculta un problema más profundo: el acceso por sí solo no garantiza pertinencia ni calidad.
El mercado laboral envía señales de alarma. La desocupación alcanzó el 9.5% en octubre de 2024 y la informalidad abarca a casi la mitad de los trabajadores. Un título universitario acreditado y con contenidos relevantes puede ser el pasaporte más seguro para escapar de esas cifras, pero no todos los programas ofrecen esa posibilidad. El Consejo Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria de Panamá (CONEAUPA) ha clausurado o sancionado programas que no cumplen con los estándares mínimos y mantiene un registro público de instituciones y carreras acreditadas. Sin esa supervisión, la expansión de la matrícula no solo es estéril, sino peligrosa.
La brecha entre lo que enseñan las universidades y lo que necesitan las empresas también se ha ensanchado. Seis de cada diez compañías reportan dificultades para contratar talento calificado. Los déficits más repetidos incluyen el inglés técnico, las destrezas tecnológicas y las llamadas “habilidades blandas”. En una economía de servicios como la panameña, que depende de analistas de datos, especialistas en logística, ingenieros portuarios, gestores turísticos bilingües y expertos en ciberseguridad, la carencia de estas competencias erosiona la productividad y limita la diversificación.
Tres líneas de acción parecen ineludibles. La primera: fortalecer el sistema de acreditación y vincularlo a métricas claras de desempeño, como tasas de graduación, niveles de empleabilidad e ingresos de los egresados. La segunda: impulsar consorcios entre universidades y empresas en sectores estratégicos, con programas duales que combinen aula y práctica laboral. Y la tercera: garantizar que todos los estudiantes universitarios alcancen un nivel efectivo de inglés y un núcleo sólido de alfabetización digital, independientemente de su carrera.
El costo de no actuar es alto. La economía puede registrar un rebote coyuntural en 2025, pero sin una base de talento cualificado la productividad seguirá estancada. Multiplicar títulos sin valor real solo perpetúa la paradoja de graduados atrapados en la informalidad mientras las empresas buscan talento en el extranjero o recurren a la automatización.
La lección de 2024 fue dura: depender de un solo motor económico deja al país vulnerable. Panamá necesita transformar su educación terciaria en un verdadero motor de crecimiento inclusivo. Más cobertura, sí, pero sobre todo calidad verificable. No se trata de producir más títulos, sino de asegurar que cada título tenga valor económico y social.